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Traqueotomía (cuento)

Hace mucho tiempo, yo debía de tener unos doce o trece años, conocí a mi amiga Magda, quien solía escuchar a la luz de la luna relatos sobre caimanes que viven en las alcantarillas más sucias de la capital, sobre hamburguesas de autoservicio hechas a base de rata y cómo no, sobre asesinos que matan por sus pasiones. Magda ha olvidado también los rostros de los cofrades con quienes cada noche conllevaba tertulia sobre esos asuntos siniestros que ningún adolescente en su sano juicio desearía saber. Hoy, Magda, ya mayorcita y con estudios bajo el brazo, es la reportera estrella de la Gaceta de Guadina, lo sé porque he visto su nombre escrito en varios artículos locales de tragedia y farándula del susodicho diario en que trabaja. Por cierto, está enamoradísima, y comprometida, pronto se casará y no cabe en su vida esas banalidades pasadas de su juventud. Hoy es un futuro brillante. ¡Cuán distinto sería si Magda no hubiese creado ese velo sobre su cerebro para ignorar! ¡Esa falsa amnesia para olvidar! Al menos sería un poco más humana, dicen los pocos que la recuerdan, y yo debo de incluirme en la lista. Fuimos sus únicos amigos por esa época tan remota. Magda nos buscó en ese entonces, pues sentía que nosotros éramos los únicos que podíamos entenderla tras romper con ese imbécil de Claudio. Helius fue quien la introdujo al grupo.
         Un día un peculiar tablero con letras y números apareció sobre nuestros rostros inquietos y excitados. Helius lo había traído de uno de sus tantos viajes a la fría Rumania, donde vivía la familia de su madre. No necesitaba explicárselos, el grupo ya sabía como se usaba. Escogieron a Helius como el médium y lo jugaron una tarde luego de clases a vísperas de Halloween. ¡No estuvo nada mal, hay que repetir la sesión!. Recordamos que Magda rió toda la noche como una loca, no por estar endemoniada, sino de lo feliz que estaba pues nadie había resultado herido durante la sesión. La verdad es que, muy por lo bajo (y pocos llegaron a escuchar), le había deseado la muerte a Claudio y celebraba porque su venganza estaba pronta a consumarse.
         Fue cuando frecuentábamos en la casa de Helius comenzó todo. Como todo el mundo, vivía con sus abuelos pues sus padres estaban en un viaje de trabajo a consecuencia de aquella crisis de a principios del milenio que tan duramente abofeteó el país. La casa (o mejor dicho, una mansión) no podía quedar en un lugar mejor, en la parte más desolada de Aguasalientes, al pie del Cementerio Kalusvrathor. Era del tipo de residencia victoriana que el tiempo ha escudriñado tanto hasta convertirla en una ferviente morada fantasmal, por lo que no faltaba algún vecino que afirmara que la casa estaba construida sobre tierra santa y no debía ser habitada. Helius aseguraba que en ciertas noches, cuando sus abuelos dormían, escuchaba ruidos extraños dentro de las habitaciones superiores. Podía diferenciar dos clases de sonidos. Una claramente eran pisadas. La otra era un tanto ambigua, no era un jadeo sino una suerte de gruñido impropio del lenguaje humano y que más se asemejaba a la agitación desesperada de un animal en sus últimas. Fascinados por el descubrimiento, trajimos una filmadora y la dejamos encendida toda la noche en el corredor del tercer piso, el que daba hacia el ático. Al día siguiente revisaron la cinta, pero por desgracia, no hallamos nada de asombroso. Helius la volvió a examinar con mayor detenimiento y la encontró. Al comienzo no parecía ser más que un halo difuso en la oscuridad, pero cuando hizo zoom, fácilmente pudieron distinguir a la mujer. Parecía que vestía un ajuar de novia. Lloraba, sangraba, sufría, pero no moría. Luego de un instante desapareció. Magda refutó que bien podía tratarse de un montaje para mofarse del grupo, pero Helius juro por su madre que la cinta estaba intacta. Así, las reuniones del grupo a medianoche se llevaron a cabo dentro del ático de su casa.
         Helius volvió a sacar el precioso tablero y realizamos el ritual cuando la luna apareció, pretendiendo hablar con la mujer y del porqué del ruido que hacía, en especial, como sucedió su muerte. Esperamos que sucediera algo, hasta que el amanecer despuntó. Regresamos sin nada a casa, aún con el misterio aleteando sobre nuestras cabezas. Así, la extraña operación fue repetida con insistencia, pero la mujer se negaba a hablar. Llegó un momento, llenos de frustración, en que empezaron las conjeturas: se echaban la culpa de que no estaban bien concentrados, o que tenían miedo o no tenían fe. Comenzaron a discutir enérgicamente y si no fuera por Helius, hubiesen entrado a los golpes. Fue así que el grupo perdió seguidores, y hoy día, esos ex-miembros han creado, al igual que Magda, la misma amnesia fantasma para olvidarse de esos agrios recuerdos.
         Mutilada la congregación pero no los deseos, seguimos congregándonos tal cual lo habíamos hecho por años. Había veces, cuando abortábamos el intento de comunicación con la mujer, hacíamos turnos para contar esas historias que los rumores de la sociedad le habían dado la fortaleza de realidad. La ciudad las llamaba leyendas urbanas. Desde entonces, esa fue la única condición de pasar la noche en el ático y permanecer en el grupo: traer una buena historia.
         ―¿Qué acaso no se acuerdan? ―empezaba así Magda todos sus relatos, quien era estimada como una excelente narradora. Ella ya lo olvidó, pero nadie, ni el mismo Helius, pudo superarle― . El hermano del amigo de mi padre me contó que hace décadas, cuando trabajaba para una compañía de agua, había visto una decena de caimanes merodear por debajo de la ciudad. Según descubrió por testimonio de amigos, un grupo de turistas multimillonarios había adquirido, por ocio, un centenar de caimanes bebés del Amazonas. Cuando se cansaron de ellos, los tiraron por el retrete a las alcantarillas, donde crecieron hasta alcanzar dimensiones colosales. 
         Fue así que el grupo conoció el miedo. Muchas veces, Magda lograba amedrentarnos a tal extremo que pronto nos vimos obligados a cambiar nuestros estilos de vida. Por ejemplo, dejamos de merendar en McDonalds cuando escuchamos que un cliente que pidió una Big Mac le tocó una rata frita en lugar de una hamburguesa de res. O también el caso más extremo, cuando renunciamos de beber Coca-Cola al saber que ésta contenía una fuerte cantidad de ácido clorhídrico, líquido utilizado en la limpieza de retretes. No obstante, los relatos que más pasión (y miedo) nos provocaba era sobre asesinos, en especial, los que se habían convertido en psicópatas por despecho. Magda reafirmaba que lo que contaba era real, pero otros, quizá para protegerse del miedo, refutaban que las abuelas las relataban a sus hijos para que durmieran rápido o para castigarlos con pesadillas horribles. Había una historia en particular que nos colmaba de espanto y nos producía una infinita repugnancia con solo oír que se estaban refiriendo a la misma. Magda, con su particular manera de narrar, nos la contó. La llamó “El crimen de la pérgola”. Y lo más escalofriante es que en realidad sucedió y en alguna parte de nuestra infancia, fuimos testigos mediatos. La historia transcurrió en San Bartolomé. Un novio estaba a punto de pedirle matrimonio a su amada, lo tenía pensado hacerlo una tarde en el malecón, tal y como le agradaría a ella. Cuando llegaron al lugar, la mujer encontró que en una pérgola de madera colgaban dos horcas. Como es de esperar, la mujer se extrañó muchísimo y pidió una explicación. El novio la tomó bruscamente y la derrumbó de un porrazo, luego la arrastró y la hizo parar sobre una banca, a la altura de la horca, que se la amarró a su cuello. La tarde siguiente, cuando unos turistas paseaban por ese lugar, encontraron los cuerpos de los amantes con los ojos abiertos al poniente. Al parecer, la mujer le había estado engañando con un amante.
         Ese último invierno de agosto, frío y nefasto, cuando apenas había aparecido el sol, Magda nos convenció de visitar la pérgola de su relato, pues decía que las almas de aquellos dos amantes empezaban a merodear por el solitario malecón. Nos encaminamos antes del ocaso. Por alguna extraña razón, Helius no fue con nosotros. Llegamos justo a tiempo, con cámara de video en mano y prestos a cualquier suceso extraño, aunque siempre con ese sudor frío de miedo. Merodeamos en grupo por todas partes, desde los parques y las veredas cercanas hasta la orilla del mar. El lugar seguía tan desolado como el relato lo narraba.  No pasamos de media hora, cuando reparamos que Magda había desaparecido. Como era de esperar, suponíamos que ella, fiel seguidora de Helius, trataba de asustarnos. La llamamos largo tiempo, diciéndole que sus esfuerzos serían en vanos, pero no había rastro de ella: era como si la tierra se la hubiese tragado. Para ese entonces estábamos asustados y muy preocupados y nos lamentamos de haber provocado a aquellas almas errantes que solo buscaban la paz que no habían logrado en el cielo. Buscamos en los alrededores de la ciudadela que cercaba el malecón, preguntamos a los vecinos, gritamos su nombre a los cuatro vientos, no había respuesta. Cayó la noche y Helius apareció inquietado por nuestra ausencia. Hicimos un último esfuerzo, las calles se hacían peligrosas para unos mocosos como nosotros. Y entonces ella fue la que apareció, sola, con el maquillaje corrido, con los residuos de sus lágrimas en sus mejillas, con las manos vacías. Helius fue por ella, la abrazó, preguntó si le había pasado algo malo, pero Magda había enmudecido. Guardó su silencio hasta nuestro fortín.
          Helius nos pidió que debiéramos aguardar en la sala, que iba a hablar con ella, en el ático. Esa noche, si no fuera por aquellos osados que pegaron el oído en la puerta que los encerraba, jamás hubiésemos sabido que ocurrió. Nuestra teoría, planteada desde que nuestros colegas se conocieron, fue confirmada. Helius se le declaró a Magda. En el silencio que conllevó, nosotros con el corazón en la boca, aguardamos atentos. Y sucedió el desastre. Nadie lloró, nadie lamentó hasta después de mucho, cuando estábamos ya lejos y todo existía más que en recuerdos. Solo esa mortal frase, flotando en el aire como alma errabunda, quedó grabada para siempre en nosotros: “Lo siento. Lo encontré esta tarde y me dijo que lo perdone. He regresado con Claudio”.

*****
Ha pasado mucho tiempo desde que el grupo dejó de reunirse, desde que fue despedido inesperadamente por Helius de la mansión cuyas puertas jamás quedaron abiertas de nuevo. Ya casi nadie le da importancia al asunto, nadie piensa más en fatalidades o cree en fantasías o le tiene devoción al tablero de letras y números. Pero no han olvidado lo que sucedió. Hay personas que sí lo han hecho (o fingen), y gracias a ello, acaso han podido triunfar y rehacer su vida. He aquí un caso: hace poco Claudio le propuso matrimonio a Magda. Sus colegas periodistas dicen que serán muy felices, que en verdad se merece a un gran hombre como aquel, que tendrán un hijo rubio como su padre y una hija de ojos muy hermosos como su madre. La boda será en unas semanas. Está muy ilusionada. Hasta sueña despierta mientras trabaja.
         Hoy día le han encargado un extenso artículo sobre política y debe tenerlo listo para mañana. Le llama a Claudio. Tiene que quedarse hasta tarde y le pide que pase por ella. La noche cae, con una luna brillante como esas noches que ha tratado de olvidar. Claudio aparece en el pórtico de la redacción, bello como la estatua de un Apolo a quién rendirle culto. La toma de la cintura y la besa con pasión. Sujeta su mano y salen juntos a la calle, en dirección a su casa. Conversan un poco por las callecitas de piedra, ahora solitarias. Juntos trazan planes sobre su futuro, que tendrán una casa amplia en las afueras de la ciudad, que sus hijos tendrán una buena educación, que serán hombres justos y que no cometerán los errores que ellos cometieron cuando tuvieron su edad. Magda se detiene en una esquina. La luna la ilumina con todo su esplendor. Ha escuchado algo, no supone que sea un insecto o una rata. Le viene a la cabeza un fantasma, pero hace años que ha dejado de creer en esas cosas. Aparece una risa en el aire. Un escalofrío la paraliza por completo. Un salteador. Quiere ir a los brazos de Claudio, de su defensor, pero un disparo le ha reventado la cabeza. Ahora yace en el suelo, mirándola sin parpadear. Magda quiere gritar, pero alguien le tapa la boca. Le apunta con el revólver en la sien y la arrastra a un mugroso callejón sin salida. El tipo no deja de reírse como un lunático. No quiere dinero, desea algo más. De su cintura extrae una navaja, la abraza por atrás, y se la desliza limpiamente. De su cuello le brota sangre a borbotones. Magda apenas puede abrir los ojos, no puede gritar, el oxígeno no llega a su cabeza, cae de rodillas al piso. El salteador aparece frente a ella, la contempla y la besa. Ella está inmóvil, horrorizada. La imagen del asesino queda grabada en su mente y empieza a recordar.

         ―¡Lo descubrí Magda! Hablé con ella. ¿Puedes creerlo?  Hable con la mujer del ático. ¿Que qué me dijo? Ja, ja, ja, ahí está el misterio pues. Ella no puede hablar. Lo entendí por señas. ¿Te acuerdas de esa historia que narrabas y que tantas pesadillas nos trajo? ¿De “El crimen de la pérgola”? ¿De los amantes ahorcados? Pues  he aquí una historia similar. Ella tuvo un novio. Dijo que no lo amaba mucho, pero que jamás tuvo el valor de decírselo. A cambio de sus falacias, le llenaba la vida con ilusiones futuras. ¿Y qué pasó luego? Dejó a ese pobre imbécil para salir con el amor de su vida. ¡El amor de su vida! Un día, cuando ella estaba en el altar, su primer novio apareció y mató a balazos a quien iba a ser su marido. Acto seguido, con sangre fría, el despiadado sacó una daga y le abrió la garganta a la mujer para que deje de contar historias que no valen la pena escucharlas. Luego de su crimen, el tipo se suicidó de un disparo. Increíble ¿verdad, Magda? Ojala algún día puedas contarnos una historia mejor, como en los viejos tiempos, junto al grupo bajo la luz de la luna. 

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Alucinación


Te aluciné, cuando cerré los ojos, cuando tu lo hiciste, y nos encontramos en una ciudad fantasma destinada más que para los dos. Caminamos del a mano hacia el cementerio a conversar con nuestros antepasados, besándonos hasta el término de la tarde, y la oscuridad te envolvió como una vestidura tuya. Te aluciné embebida en mis brazos, danzando desnuda sobre la tumba al son del fuego sobre una pila de huesos que la luna había lanzado a través de un rayo fluorescente. Estabas tu allí, feliz danzando para mí, luego acurrucándote en mis brazos, y miles de orbes te rodeaban, y las lápidas crujían y los polstergeist arrimaban todo para nosotros mientras nos revolcábamos encima de los cadáveres, vestidos más que en la oscuridad, en un lento frenesí, rítmico y cegador del que estuvimos hasta la eclosión. Cuando salió el sol aferraste tus montes desnudos hacia mi pecho, me tomaste del cuello y me susurraste con frenesí. Cuando salió el sol, antes de convertirte de nuevo en roca, con tus ojos grises y tus labios negros no cesaste de gritarme !no me dejes! ¡te amo! ¡te amo!

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Necrofilia (Dos Relatos Cortos)


I
Los colegas médicos recibieron un fax que les comunicaba que una patóloga de la Morgue Central no podía practicarle la necropsia a un cuerpo que le habían traído. Grata fue la sorpresa cuando los médicos acudieron en su ayuda: la necropsia había sido llevada con éxito. Cuando sus colegas inspeccionaron el cadáver, algo les pareció un poco inusual para alguien que no era una principiante: llevaba el rostro tapado. Al principio, los médicos imaginaron que el rostro de aquel hombre le causaba tanto pavor a la patóloga que le había tapado la cara para poderlo operar.
 ―Algo de verdad está en lo que dicen, colegas ―contestó ella―.  El cuerpo que ahora tienen en la mesa es el de mi padre. Verlo me imposibilitaba operar. Cuando evité su cara, al fin y al cabo, el cuerpo de mi padre se convirtió en uno común y corriente.



II
Los policías arrestaron a un psicópata hallado in fraganti abusando sexualmente de una indefensa mujer dentro de los depósitos del Hospital Lorca, en el distrito de San Juan. Tras ser procesado en la comisaría, el hombre ha sido puesto en libertad. ¿El por qué de la indulgencia?  Se llama Ted Sturgis y es médico de la unidad de emergencias de dicho hospital. Al no encontrársele culpa de gravedad, simplemente ha sido sancionado con un alejamiento parcial de sus labores. La mujer del agravio se trata de su esposa. Aprovechando de la distracción de sus colegas, el señor Sturgis, poseído por un ataque de su libido, descendió hasta la sala donde se encontraba su concubina, que por cierto, ya lo esperaba desnuda. La prensa ya podría imaginarse la escena. La señora Sturgis permanecía en ese lugar muerta desde hace una semana.